Compromiso: entre el lavado de cerebro y la deuda
Del enamoramiento al amor
Cuando dos personas se flechan, llámese amor a primera vista o simple química, comienza a construirse una relación que crecerá si se intercambian gratificaciones sensoriales, psíquicas y espirituales. Los regalos y los mimos, las miradas cómplices y la ayuda mutua darán lugar progresivamente al descubrimiento de una intención compartida y de una sensación de proyecto que fortalecerá el vínculo. Se irán constituyendo ideales, valores y un sentimiento de orgullo por ser parte, que podríamos resumir como un sentido profundo de lo que implica para cada uno la nueva unidad social. Se traban contratos implícitos que conforman lo que habitualmente llamamos compromiso: yo estoy para vos, vos para mí, haremos un esfuerzo extra por lograr que nuestros deseos se logren y en las malas, no lo dudes, voy a auxiliarte, te cuidaré.
La caja
Se trata de una suerte de combustible de reserva disponible para capear desafíos y temporales, momentos en que las gratificaciones se retarden, en que la vida se ponga difícil. La calidad del compromiso existente se evidenciará en estas situaciones. ¿Habría humanidad sin el compromiso? Definitivamente no. La construcción de conglomerados sociales cada vez más extendidos: del clan al pueblo, de allí a la nación y la aún postulada aldea global, precisan de un cemento que ligue las partes, de algo más duradero que obligue a la solidaridad imprescindible. El compromiso está allí.
Ya estás pensando que esta metáfora expresa algo del vínculo laboral entre el empleado y la empresa. Me animo a más, aunque a veces aborrezca las vibraciones economicistas en el lenguaje, y hablaría de una “caja de compensaciones”, una caja virtual en la que se almacenan monedas simbólicas que el colectivo, definido por algún límite real o virtual que son sus fronteras, ha guardado para sostener la trama vincular.
El desgaste que trae el tiempo, la llegada de los niños, la acumulación de preocupaciones, el llegar a fin de mes, los proyectos individuales que compiten con el tiempo familiar y este último con el de la pareja, todo confabula para mantener vital a la pareja. Ese es el momento en que el compromiso ahorrado irá transfiriendo fondos al sostenimiento del vínculo. Por ello, los terapeutas expertos en pareja sostienen que la sustentabilidad se preserva cuando se cuidan los tiempos de intercambio amoroso, de escucha en un espacio dedicado que la dinámica cotidiana suele denegar. La caja se agota y precisa ser reciclada con nuevas ilusiones y la creación de nuevas memorias gratificantes que alimenten el futuro.
Acudo a la imagen dineraria que algunos objetarán como abusiva para un vínculo que es desinteresado, aunque no deberíamos perder de vista que, en las rupturas, es la dimensión económica del contrato lo primero que se pone a la vista, un poco como sintomático de los conflictos más soterrados, pero mucho también como evidencia de la dimensión contractual y de intercambio que tienen todos los vínculos.
De la Navidad a la deuda
Los antropólogos se han preguntado por el compromiso que liga a las sociedades. Uno de ellos,[1] francés, observó asombrado la dinámica de las fiestas de fin de año en Estados Unidos, y se preguntó por qué las familias americanas se involucran en desequilibrios económicos cada fin de año, enviando tarjetas de salutación por correo y repartiendo regalos a todos los parientes y amigos. Lo que podría ser leído como un sinsentido en este gasto aparentemente superfluo encuentra un vector que conecta a este hombre moderno del siglo XX con el que utilizó las primeras herramientas y rudimentos del lenguaje: el intercambio y la deuda. El moderno y el “salvaje” son regulados por el mismo principio rector, algo que la antropología hoy llama el Don. Por cada regalo que se recibe, se adeuda otro. Los salvajes — si alguna vez dejaron de existir — , intercambiaban mujeres, palabras y mercancías; nuestros contemporáneos, otros bienes, aunque atrapados en la misma dinámica. El don no consiste en dar e inmediatamente recibir. Cuando invito a alguien con un café, no espero que el otro me pague la siguiente ronda, sino que más adelante tome la iniciativa brindándome algo más, incluso inmaterial, como ayudarme ante una situación difícil. Se entiende que hablamos de dinámicas inconscientes que determinan el comportamiento individual y social.
Las mafias y los políticos ejercen con pericia el arte del Don y la deuda: los favores se pagan. Una de las formas de cobro consiste habitualmente en la mordaza simbólica que impone silencio. Pablo Escobar financiaba sus actividades tentando a desprevenidos (o no tanto) con enormes intereses por préstamos de capital para sus actividades. De este modo, iba tendiendo lazos de complicidad en la población, volviéndolos cómplices que debían mantenerse en silencio por la doble amenaza: ser denunciados o asesinados.[2] Compromiso y promesa comparten la raíz latina: mittere,[3] emisión, de allí proviene ‘misa’, por la expresión itte missa est, (vayan es la despedida) a lo que los fieles contestaban: Deo gratias, cuando finalizaba el culto de la asamblea católica.
Retengamos asociaciones: despido, promesa, compromiso.
Contrato: ¿Qué trato?
El concepto de contrato psicológico puede ayudarnos.[4] Sintéticamente, el individuo deposita en la empresa sus expectativas, deseos, necesidades e intereses, que espera sean satisfechos (¿pagados?).[5] Hay una creación de obligaciones. Es un contrato que los “jefes” deberán gestionar y sostener en un equilibrio dinámico entre lo que se espera recibir de la empresa y lo que esta última entrega. Reciprocidad, pero ahora podemos agregar: frustraciones y agresión (contra el otro o contra uno mismo cuando se sufre y enferma) cuando las ilusiones no se cumplen. Quizá esta sea la base de la máxima escuchada hasta el hartazgo: “la gente elige su empleo por la empresa y lo abandona por culpa de su jefe”.
Las iglesias electrónicas-evangélicas que proliferan en las noches de la TV, las noticias que nos hablan de los que se inmolan por un ideal y ciertos casos del pasado como los seguidores de Jim Jones en la Guyana o Waco en USA, los kamikaze japoneses y los atentados suicidas, todos dramáticos por la dimensión — individual o colectiva — de la muerte autoinfligida, nos obliga a revisar qué será lo que lleva a entregar la vida por un ideal y al fanatismo que impulsa a una persona a someterse voluntariamente. Notamos un parecido entre estas preguntas y las que se formula el dirigente de empresa cuando se enoja por la baja productividad y el ausentismo exigiendo o rogando que los empleados entreguen un esfuerzo extra, hagan algo más que asistir con el cuerpo, sean menos indolentes y sumen su creatividad personal. Parte de las respuestas puede encontrarse en este fenómeno de las sectas.
Para quienes gustan del cine, Testigo en peligro, ambientada en la década del 80, es un thriller que se despliega en el seno de la comunidad Amish, quizá la única remanente de las comunas utópicas que proliferaron en la costa oeste de Estados Unidos durante las postrimerías del siglo XIX. La comprensión de los mecanismos de cohesión[6] de estos grupos nos puede ayudar. Sintéticamente, para que haya compromiso, alguien debe sentir que la comunidad a la que se liga le proporcionará sentido de identidad, crecimiento personal y una expresión de su ser interior. La renuncia a una vida anterior, la confesión continua de las faltas cometidas, los sacrificios personales y la inversión — sin retorno — de las posesiones personales en la comunidad, son algunos de los mecanismos más usuales en las sectas. Este último mecanismo era aplicado en el kibbutz de Israel, cuando se fundaron en los comienzos del siglo XX: “a cada uno según su necesidad, de cada uno según su posibilidad”, decía en la puerta de entrada. Ello significaba que los miembros aceptados en esa comunidad utópica ya desaparecida debía aportar todos sus bienes y posesiones de su vida anterior.
Destaquemos dos mecanismos más: el carisma primero, que es uno de los más poderosos en el sostenimiento de la comunidad. Hay un líder que congrega, agrega, une y define con su halo supranatural las condiciones del héroe, del que sabe, de quien puede con su cuerpo donar sentido a cada uno. Freud lo recuerda en uno de sus textos sociales, acudiendo a la imagen de Judith cuando le corta la cabeza a Holofernes y logra así que el ejército huya despavorido. Es insoportable que el líder pierda la cabeza, en todo el sentido de la expresión.
El segundo es el mecanismo de trascendencia. Este conecta con un ideal superior, una fuerza que en forma individual no se podría alcanzar, dado que reside en el poder de la comunidad. Otra forma de ver este engranaje de la construcción de compromiso es lo que podríamos llamar ideología: una fuerza centrípeta que conecta y sostiene el centro del poder, contrarrestando en las organizaciones a los juegos de la política que genera alianzas, coaliciones, enemistades volviendo inestable al cuerpo social.[7]
Una vez alcanzado el compromiso, el individuo se dejará mecer como un bebé en las seguridades de la comunidad, adeudando cada vez más y tornando inválida a la opción de abandonar. La camiseta se le pega al cuerpo, se aliena tanto en su alineación, que puede llegar a la muerte[8] en la búsqueda de la realización imaginaria.
Para pagar la beca que le permitió disfrutar sus estudios en una prestigiosa universidad americana, Edgar Schein investigó qué pasaba con los soldados americanos que habían estado como prisioneros de guerra en Corea. Habían vuelto creyendo en el comunismo, con lo que provocaron un shock en la sociedad americana. A este fenómeno se lo llamó brainwashing: lavado de cerebro. Schein lo estudió y entendió que por detrás se hallaba el fenómeno de la persuasión coercitiva. Muy simple: no había castigo físico, sino su amenaza. Se separaba a la tropa de sus líderes y se les enseñaba la nueva fe que los redimiría, quebrando así la vieja, que se mostraba errada e inferior. Así los prisioneros volvían creyendo en las mieles del comunismo.[9] Estaban alineados, pero en Occidente se los llamaba alienados. La ideología dicta la normalidad.
Que hable en esta entrevista publicada por Harvard Business Review:
Todavía tengo en mi poder una copia de un libro de canciones de IBM [utilizado en los retiros de la empresa, como parte de los programas formativos]. Estaba tan impresionado con los métodos de adoctrinamiento de esas compañías en el final de los años 50, que una vez tuve la loca idea de escribir un artículo comparando el Centro de Adoctrinamiento de GE [General Electric], la prisión de Sing Sing, y la escuela misionaria Maryknoll, que se hallaban a pocas millas entre sí, en Ossining, New York. A pesar de que producían mensajes diferentes, los tres estaban profundamente involucrados en adoctrinamiento. Dependiendo del contenido de los mensajes, se los llamará lavado de cerebro y se los deplorará, o se los denominará aprendizaje y se los aprobará.
Los consultores de empresas han impuesto la idea de misión, visión y valores. Cantan loas a la nueva fe que se debe instalar para que su Evangelio, expuesto en elegantes cuadros, afiches y ploteos en ascensores y baños, cemente al colectivo evitando las deserciones (¿retención de talentos?) y traiciones.
Quemado
El burnout o síndrome del quemado, fue descubierto por un psiquiatra llamado Herbert Freudenberger, que dedicaba largas jornadas a su consultorio en la zona más cara de NY, para continuar hasta tarde en la madrugada en una clínica de recuperación de adictos en los barrios bajos de la misma ciudad. En un momento de los años setenta, nota que no puede seguir adelante y se percibe agotado. Se estudia y conecta su experiencia próxima a la depresión — pero que no coincidía con ella — con el cigarrillo del adicto quemándose. Así se acuña el concepto.
Este síndrome se puede medir en una escala llamada MBI (Maslach Burnout Inventory), que consiste en tres dimensiones. La caída del sistema inmune y la enfermad física es la primera. La segunda es la percepción de baja eficacia y haber perdido capacidad para lograr resultados. La tercera es la dramática desvalorización del cliente o paciente a quien se degrada y trata con cinismo. El reverso del quemado es el comprometido: es quien dispone plenamente de sus recursos corporales, le da lo mejor de sí con eficacia a alguien que percibe merecedor de su esfuerzo: el cliente/paciente.
El compromiso sería una respuesta a los estímulos ofrecidos por las organizaciones, una relación dialéctica entre el individuo y su organización mediada por el contrato psicológico. Existe una necesidad de reconocimiento recíproco — un estado de interdependencia e intercambio reglado — que involucra reciprocidad. Cuando el empleado recibe recursos económicos y socioemocionales de su organización, siente que está obligado a responder del mismo modo.
Cuando el empresario o dirigente de empresa acusa a sus empleados de falta de compromiso pierde de vista cómo sus propias acciones han determinado el problema.
Yo te (re)conozco
La historia muestra la cantidad de guerras que bajo el disfraz de protección de fronteras o la obtención de ciertas posesiones, ha escondido la búsqueda de someter al otro,[10] de quien se exigía no solo la obediencia a secas, sino el reconocimiento. No basta con ser jefe e imponer el poder, sino que se desea ser visto como autoridad, nunca asegurada por los galones formales que otorga la institución, sino que concedida — con reparos y condiciones — por el dirigido. Esta es la dialéctica de quien conduce equipos: debe imponerse, pero al mismo tiempo, ha de someterse al trabajo que hace el otro de quien depende para el logro de sus propios objetivos. De allí la necesidad de compromiso como mecanismo crucial para la retención y obtención del extra requerido del trabajador.
La salida al deseo de reconocimiento y la lucha por el puro prestigio consiste en el reconocimiento del propio deseo. ¿Juego de palabras? Podría ser, si no fuera que muchas veces la alineación del compromiso supone la entrega de la salud y la integridad a cambio de reconocimiento. ¿Alienación?
Alcanzaría con una palabra
El único pedido que hace es: “Dígale que al menos me hable”. El castigo más radical que se pueda imponer es el silencio. Escena imborrable de El secreto de sus ojos, evidencia del vacío estridente que puede dejar la falta de palabras por parte de organizaciones y jefes.
La religión lo enseña, los políticos y príncipes lo han comprendido (tarde) en los tumultos populares, los mafiosos lo intuyen de manera sagaz y maliciosa, las empresas lo padecen, las parejas saben (a veces también tarde) de su impacto: imbuir de sentido la acción a la rutina cotidiana y la marcha ciega sin propósito aparente, no es tiempo perdido, aun cuando todavía haya algunos gerentes y dueños de empresa que se resistan a ese tiempo de sentido pleno.
Reconocimientos y bienes materiales, intercambio, deuda y don, se conjugan en el compromiso, la caja compensatoria que fortalece la unidad social, siempre que se quiera que sean las almas y no sólo los cuerpos quienes se presenten en la puerta de la empresa.
La religión nos lo enseña, los militares lo han comprendido, los conquistadores lo han sufrido, las empresas lo padecen. Siempre que pretendamos evitar el divorcio.
[1] Claude Levy Strauss, Las estructuras elementales del parentesco (ver capítulo 1).
[2] Laura Restrepo, en su novela Delirio, describe maravillosamente bien el sistema de sobornos.
[3] http://etimologias.dechile.net/?misa
[4] Si bien el concepto fue introducido por primera vez por Edgar Schein, ha tenido un nuevo renacer con los estudios de Rousseau en la década del 90 con un estudio sobre contratos idiosincráticos (I-deals), que fue premiado.
[5] Luis Karpf siempre enseña: “el contrato psicológico lo paga el jefe”.
[6] Para entender más de este tema, sugiero leer un libro de Rosabeth Moss Kanter que investiga los mecanismos que sostuvieron a las comunidades utópicas de la costa oeste americana en el siglo XIX: Compromiso y comunidad: comunas y utopías desde una perspectiva sociológica. De allí se pueden sacar lecciones interesantísimas sobre trabajo en equipo.
[7] Henry Mintzberg en “Power in and around organizations”, analiza los mecanismos centrípetos de la ideología. Varios años antes, en su clásico “Structuring in five”, luego de enumerar las 5 configuraciones básicas que adoptan las organizaciones, decía avizorar el surgimiento de una nueva configuración que llamó “Misionaria” donde su centro es un sexto componente en el diseño: la ideología.
[8] Murakami, en su trilogía 1Q84, se interna en la dinámica del secreto de una oscura secta y el modelo de anillos concéntricos de poder que rodean al líder, mostrando de modo realista y doloroso cómo la organización se corrompe.
[9] Algo similar sucede en la serie Homeland con el soldado norteamericano Brody, que regresa convertido al Islam. El fantasma de Occidente es hoy el musulmán, que reemplaza al rol del soviético y al oriental de ojos rasgados, como enemigos que lavan el cerebro de su pobre gente.
[10] En la lectura que hace Kojeve de la oscura Dialéctica del amo y del esclavo, en Hegel.
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